“Escuchen, israelitas: ha llegado el momento de que crucen ustedes el Jordán y se lancen a la conquista de naciones más grandes y poderosas que ustedes, y de grandes ciudades rodeadas de murallas muy altas” (Deuteronomio 9:1).
Cuando me puse de pie frente a la pequeña congregación nicaragüense para hablar, llevaba semanas durmiendo en un catre y un gallo me había despertado a las cinco con su canto aquella mañana. Para colmo, alguien en la calle gritaba por un megáfono. Cada vez se oía más y más fuerte, hasta que lo único en lo que podía concentrarse mi cabeza era en la cacofonía incesante de palabras desordenadas repitiéndose una y otra vez.
Por último, vi una camioneta vieja repleta de altavoces. Un joven iba en ella gritando a todo pulmón. Era el equipo de megafonía más increíble que he visto nunca. Y la camioneta no paraba de dar vueltas a los mismos bloques. Yo no lograba continuar con mi sermón; tenía que detenerme cada vez que el equipo de música pasaba por la calle de la iglesia.
Es probable que Moisés entendiera mi frustración, porque su audiencia era mucho más grande que la mía: alrededor de 600.000 personas. Y a pesar de que él no tenía que competir con una camioneta repleta de altavoces, sí que tenía que averiguar la manera de que su discurso alcanzara a miles de personas sin usar nada más que su voz.
El libro de Deuteronomio es un discurso de despedida. Es la última oportunidad que tuvo Moisés de hablar con aquellas personas que había liderado desde Egipto, a los que había dado, literalmente, cuarenta años de su vida. Quería recordarles su historia, todo lo que Dios había hecho por ellos y las leyes que ellos habían acordado guardar. Le llevó varios días dar todo el discurso.
¿Alguna vez te has preguntado cómo pudieron todas esas personas haberlo escuchado?
Verás, Moisés contaba con personas que, cuando oían sus palabras, las gritaban a su sección de audiencia y, a continuación, corrían hacia donde se encontraba la siguiente sección y les retransmitía el mensaje, luego corría hacía la siguiente y así sucesivamente. ¡Vaya trabajo! Así de importantes eran las leyes de Dios.
¿Es la Ley de Dios igual de importante para ti? ¿Te sentarías durante días o correrías millas para poder oírla? A medida que nos adentramos en Deuteronomio, pregúntate qué lugar quieres que ocupe la Ley de Dios en tu vida. GH