«No crean que vine a quitar la ley ni a decir que la enseñanza de los profetas ya no vale. Al contrario: vine a darles su verdadero valor». Mateo 5: 17, TLA
LOS ESCOGIÓ A ISRAEL como depositario de sus tesoros inapreciables de verdad para todas las naciones, y le dio su ley como norma del carácter que debía exaltar ante el mundo, ante los ángeles y ante los mundos no caídos.
Debido a la desobediencia y a la deslealtad, la nación elegida por Dios desarrolló un carácter exactamente opuesto al que el Señor quería que adquiriera al obedecer su ley. Colocaron su propio criterio por encima de la verdad, eliminando el criterio de Dios. La ley de Dios quedó sepultada bajo minuciosas formalidades externas, como los frecuentes lavamientos de manos antes de comer y el lavamiento de los platos y las copas. Se diezmaban hasta las más pequeñas hierbas de la huerta. A todos los que le daban tanta importancia a estas cosas pequeñas Cristo dijo: «Esto era menester hacer, y no dejar lo otro» (Mate 23: 23, RVA).
En medio de toda esta confusión de voces discordantes, se necesitaba un Maestro que viniera directamente del universo celestial para dirigir palabras procedentes de labios inspirados a los corazones humanos, y para proclamar las verdades probatorias tan importantes para cada persona que habita la tierra.
Como Maestro enviado por Dios, la obra de Cristo consistía en explicar el verdadero significado de las leyes del gobierno de Dios. Al restablecer la verdad en el marco de la ley de Dios, permitió que resplandeciera con su lustre original y celestial.
Entronizó los preceptos divinos junto con la realeza de las verdades eternas e incorruptibles, que llevaban la sanción de Dios, fuente de toda verdad.— Manuscrito 125, 1901.