«Tuya es, Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos. Las riquezas y la gloria proceden de ti, y tú dominas sobre todo; en tu mano está la fuerza y el poder y en tu mano el dar grandeza y poder a todos». (1 Crónicas 29: 11-12)
Todas las evidencias textuales de que disponemos muestran que la doxología con la que termina el Padrenuestro no pertenece a la oración original de Jesús, sino que fue añadida más tarde como expresión del espíritu de adoración con el que la iglesia primitiva recibió y guardó las palabras del Maestro. Tanto en el Antiguo Testamento, particularmente en los Salmos, como en el Nuevo Testamento, sobre todo en las Epístolas de Pablo, encontrarnos estas fórmulas de oración litúrgica que reconocen y celebran la gloria de Dios.
Después de haber expresado nuestra petición de pan y perdón, de rogar auxilio divino en las pruebas y en la liberación del poder del maligno, tenemos que volver de nuevo nuestro rostro hacia Aquel a quien imploramos. Al final de la oración, como un acto de reverencia, hemos de afirmar nuestro reconocimiento de la Deidad y del misterio de su soberanía.
Hay dos peligros al orar: uno, el de no pensar lo que decimos y repetir como autómatas las fórmulas rutinarias que hemos aprendido; el otro mucho más general y sensible, es el de no pensar en el Ser a quien nos dirigimos. La mejor oración puede ser, sin percatamos de ello, aquella en la que el creyente desahoga su corazón ante el Padre celestial y busca encontrar alivio. La oración que agrada a Dios es aquella que tiene en cuenta la presencia real del Señor, aquella en la que establecemos un diálogo con él.
«Tuyo es…», reza el Padrenuestro. «Tuyo es…», oró el rey David. Nuestra existencia auténtica le pertenece, está contenida en ese «Tuyo es…». Lo que somos o lo que podremos llegar a ser, gracias a la satisfacción divina de nuestras peticiones y súplicas. Todo en el mundo de hoy, de mañana y de pasado mañana, depende del reconocimiento admirado y de la certeza prodigioso de que la magnificencia, el poder, la gloria, la victoria y el honor, así como el reino, las riquezas y la fuerza proceden de nuestro Padre celestial.
Hoy te invito a reconocer la soberanía divina en tu vida. Recordarlo te ayudará a enfrentar mejor los afanes de este día.
Tomado de: Lecturas devocionales para Adultos 2015 “Pero hay un Dios en los cielos” Por: Carlos Puyol Buil