Experimenta: ¿Recuerdas la última vez que escuchaste a alguien decir que se había enojado? Quizás fuiste tú.
No es pecado enojarse. Pero nunca deberíamos dejar que la ira se apoder de nosotros y nos impida razonar, o permitir que Satanás nos induzca a pecar. Los efectos de enojarse hasta «morir de rabia», como le pasó a Jonás puede ser:
Quedarnos con más problemas de los que teníamos al principio, porque la ira nos hace decir palabras y hacer cosas que no deberíamos.
La furia es contagiosa; provoca que otros también se enojen.
Daña el organismo debido a las reacciones químicas que se desencadenan. Aumenta la presión arterial, se aceleran el pulso y la respiración, los sistemas endócrino e inmunológico se desequilibran, se producen adrenalina y cortisol en grandes cantidades, además de noradrenalina. La paz, la tranquilidad y la felicidad desaparecen.
Se dilatan las pupilas y produce sudor, el rostro enrojece o palidece, puede haber temblores en alguna extremidad o contracciones en el rostro que modifican la apariencia; podemos añadir gritos, llanto y tensión nerviosa.
El enojo provoca insomnio, mala digestión, inflamación del colon, resentimiento, tristeza y hasta depresión.
Cuando una persona está encolerizada no razona, no piensa claramente, y pierde el control hasta el punto de ofender a los demás o incluso a Dios, como Jonás.
Platica con Dios aunque estés de malas, igual que Jonás, y cuéntale lo que sientes. Si le pides ayuda para resolver el problema que ha causado tu enojo, él se manifestará en tu vida y muy pronto sentirás alivio. Jesús comprende tus sentimientos porque también los experimentó y a pesar de que se enojó, nunca pecó. Cuando lo necesites, llámalo. Te ayudará a controlar tu carácter.
«Dios le contestó: «¿Te parece bien enojarte así porque se haya secado la mata de ricino?», «¡Claro que me parece bien! -respondió Jonás-, ¡Estoy que me muero de rabia»» (Jonás 4:8)
Tomado de: Lecturas Devocionales para Menores 2015 “Ciencia divertida para cada día” Por: Yaqueline Tello Ayala