«El Señor me escucha cuando lo llamo» (Salmo 4: 3).
El sábado pasado fui a una cena en la iglesia. Mientras comía, mordí una cáscara de nuez. Miré alrededor para asegurarme de que nadie me estaba viendo, y escupí la cáscara en una servilleta que tenía en la mano. Para mi sorpresa, no solo escupí la cáscara, sino también un pedazo de diente. Lo primero que hice el lunes en la mañana fue llamar al dentista. El teléfono repicó tres veces: «Oficina del doctor Stafford, buenos días —contestó una voz al otro lado de la línea—. ¿Puedo ponerla en espera?».
Antes de que yo pudiera responder, comenzó a sonar una espantosa música como de ascensor. Era para decirle: «No. No quiero que me ponga en espera. Si quisiera escuchar música cursi, habría encendido la radio, no la hubiera llamado a usted». Tras sesenta segundos, la recepcionista regresó a la línea con un amigable: «Gracias por esperar. ¿Cómo puedo ayudarla?».
Concerté una cita tratando de utilizar mi tono de voz más dulce y amigable. Aunque no le dije a la recepcionista cómo me sentía, en realidad me molestó que me hubiera puesto en espera. Aquella llamada era de suma importancia para mí, y creo que no debió haber sido desdeñada por otra llamada menos importante.
Mi hija Rhonda trabajó como operadora telefónica para un banco. Según me contaba, solía pasar que en un solo momento entraban diferentes llamadas. El botón para poner las llamadas en espera era para ella un alivio. Sus anécdotas de clientes frustrados y de operadoras preocupadas me ayudaron a comprender mejor por lo que pasan las recepcionistas. Rhonda me ayudó a ver de una manera diferente el hecho de que a uno lo pongan en espera.
Ahora, en vez de molestarme cuando me ponen en espera, pienso en Dios y su increíble sistema de comunicaciones, y le doy gracias. Él nunca me pone en espera, por muchas llamadas entrantes que tenga. Siempre está ahí para mí, a solo una oración de distancia.
Tomado de: Lecturas devocionales para Menores 2014 “En la cima” Por: Kay D. Rizzo